viernes, 12 de noviembre de 2010

ESPÍRITU DE EQUIPO

El cuerpo humano es la máquina más perfecta que conocemos. Está compuesto por millones de células que tienen unas funciones determinadas, que comparten un objetivo común (nuestra supervivencia), y que trabajan de una manera coordinada bajo el prisma de la colaboración y la solidaridad.

Decía que cada célula tiene unas funciones determinadas que pueden ser más o menos importantes (no es lo mismo formar parte del corazón que de la uña de una mano), pero que tienen interiorizado que dentro del cometido que tienen asignado, tienen la obligación de ejecutarlo a la perfección. Son responsables. Además, tienen claro que el desempeño de su cometido es importante para el conjunto y por eso aceptan su destino y lo trabajan de manera acertada: no hemos de ser muy listos para darnos cuenta de que si todas las células quisieran ser corazón o uña del pie, nuestra especie moriría... Además, tienen otra característica: la falta de egoísmo, ya que unas viven más que otras y, sobre todo, en cuanto sienten que no pueden seguir desempeñando su cometido, se suicidan para dar paso a células jóvenes que sí están capacitadas.

Solamente así son capaces de conseguir que nuestro cuerpo funcione a la perfección...

Pues bien, en las empresas debería suceder lo mismo: cada empleado, desde el presidente al capataz, tiene que conocer su cometido y desempeñarlo de manera correcta, teniendo en cuenta que lo verdaderamente importante es que la empresa funcione óptimamente. Y eso es un sentimiento que debe ser contagiado de arriba a abajo, desde el puesto más alto al más bajo, y además, la empresa debe favorecer este comportamiento. Si una compañía induce a que todos los departamentos compitan entre ellos está abocada al fracaso, porque cada uno de ellos luchará por sobrevivir de manera individual y hará que la empresa no llegue a buen término...

El eterno problema para mejorar el funcionamiento y los resultados del equipo directivo es la cooperación y el desarrollo de sinergias entre áreas que lideran algunos miembros del equipo. Muchos de ellos muestran lo que se denomina "Síndrome del Dilema del Prisionero", que es un clásico en Teoría de Juegos:

Dos reos, A y B, han de confesar o no su culpabilidad ante el juez. Si ambos confiesan, habrá una pena moderada para cada uno. Si ninguna confiesa, habrá una pena mayor. Si uno confiesa y el otro no, habrá pena todavía mayor para el uno y libertad para el otro.
En esta situación la decisión de uno está condicionada por la del otro. La mejor solución conjunta para ambos, si hay confianza, sería confesar. Pero con peligro de ser bobo inocente si el otro es traidor.
Para no depender del otro, tanto A como B optan por no confesar, con peor resultado global que si cooperaran, confesando ambos. La lógica individual lleva a un resultado más seguro, pero peor que el conjunto.


En muchos equipos brota el dilema del prisionero. Algunos miembros actúan centrados sólo en su área e ignoran efectos colaterales en las otras. Tanto más si hay expectativas o ambiciones de carrera. Predominan intereses departamentales, individuales, agendas encubiertas y competencia oculta entre quienes deberían cooperar. Buscando reconocimiento y tratando de apuntarse tantos perjudican al equipo y a la empresa. No se trata de que el Director Financiero diga que "la culpa es del Director Comercial", que el Presidente afirme que "la decisión la tomó el Comité de Dirección", o que un gerente piense que “mientras mi delegación vaya bien, no me importa que la de al lado esté dando pérdidas”... TODOS son culpables y TODOS son exitosos, porque solamente entre todos serán capaces de sacar la empresa adelante.

El dilema del prisionero es sencillo de identificar y laborioso de tratar. Los prisioneros de su dilema terminan siendo sustituidos, o aprenden y abandonan su estrategia gana-pierde, iniciando una gana-gana. El directivo sin dilema del prisionero desarrolla su área y coopera con las demás, contribuyendo a su desarrollo y al de la empresa. Es un ejemplo que se debe seguir...

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